lundi 8 décembre 2008

Volvió la mirada hacia el clochard, pero ya no estaba.

Ignorando las aventuras de su hija, la madre de Laura apenas se había percatado del paso del tiempo. Los días se confundían con las noches en la última época del año, y en aquellas tardes en las que recibía la visita de Andrés prefería olvidar que en la latitud en la que ella vivía, las noches no eran de seis meses, pues sus escarceos amorosos serían mal vistos a la luz del día.
A su edad, echarse un amante resultaba de lo más entretenido para una ama de casa aburrida, una antigua reina de belleza que pudo irse a la capital a provar fortuna pero a quien un vientre de preñada retuvo en el pueblo. María Encarnación, Encarni, pasaba las horas apática, entre el ruido de la olla exprés y el del aspirador, dejando reposar su culo cada vez más flácido ante el televisor para engancharse a alguna telenovela sudamericana que le hacía suspirar con amores imposibles y argumentos intricados, que en realidad componian historias de lo más simples y predecibles.
Andrés no era del pueblo. Era un hombre de paso, como tantos otros. Para fortuna de tantos viajeros, aquel lugar no era más que un alto en el camino.
Para alguien que se detuviera un par de días, no dejaba de ser una estancia pintoresca. Vivir ahí era muy, muy distinto.
El primer encuentro de Encarni con Andrés había sido puramente casual. Fue una locura producto del calor de una terrosa tarde de Agosto y de la ausencia de su hija y su esposo.
Se encontraron aquella mañana en el mercado, apenas podía caminar con la bolsa del pan y las verduras, lo que más pesaba era la red con los dos kilos de patatas que ella compraba ahí porque eran de pueblo y sabían mejor.
Un hombre joven salió a su paso, a punto para evitar que los cebollines dieran un salto suicida del regazo de la mujer al suelo. La mujer agradeció el gesto y quedó complacida al observar el nerviosismo del gallardo chico, que paseaba su nerviosa mirada de don Juan inexperto, de sus ojos a sus pechos y de sus pechos al suelo para volver a hacer de modo inconsciente el mismo recorrido. Pensó orgullosa que aún era hermosa, aún tenía poderío.
Andrés la siguió hasta casa, hablaba poco y poco sabía del lugar ni de sus gentes. Ella apenas se daba cuenta, Encarni charlaba por los dos alegremente. Le invitó a pasar dejando las compras en la cocina, le sirvió un té helado que guardaba para sus dietas en la nevera pero que ella avivaba con un toquecito de menta y se retiró un momento.
Encarni se contempló largo y tendido en el espejo y sintió las urgencias de la carne, el apremio del calor, la añoranza de la aventura, el paso del tiempo y el fin de sus dones. Regresó a la cocina envuelta en una bata de seda y solo tuvo que dejarla caer.
Desde entonces, sus encuentros eran esporádicos. Nunca sabía cuándo Andrés iba a volver, ni a qué se dedicaba, pero le gustaba la exaltación que en ella producía esa brusca salida en su rutina.
Había tenido otros amantes, pero ninguno como Andrés. Solo él, mucho más joven, le daba la certeza de seguir siendo bella, de ser más mujer que nunca, de ser indómita, de tener la energía que sólo en juventud había tenido. Además Andrés le gustaba porque era sincero. Ambos disfrutaban de sus cuerpos y de su compañía pero nunca se dijeron un "te quiero" que hubiese estado harto vacío e insaboro.
No era muy romántico hacer el amor con un despertador marcando las ocho y media de la tarde pero en aquellas desaforadas tardes de invierno, ambos perdían la noción del tiempo y ya era bastante arriesgado reunirse hasta esa hora porque poco les faltaría a su marido y a su hija para volver a casa.

3 commentaires:

a dit…

Bueno chicas, me he colao jeje pero es que esto lo veía muy parado y nada, así me he entretenido un rato, aunque mirao por otro lao también podía haber escrito el artículo que tengo que escribir! jaja
venga besillos.

Castrodorrey a dit…

Feliz navidad...feliz.

a dit…

Gracias camisas!